MI MADRE
23 marzo, 2015 Deja un comentario
Mi madre lleva toda la vida luchando, pero de eso hablaré después.
Ahora prefiero empezar con sus recuerdos, esos que me ha ido transmitiendo con el paso de los años y que no estoy seguro de poder narrar con la justa precisión.
Nació en Pancrudo, un pueblo de Teruel, de padre maestro de escuela y madre mujer de su casa, con lo que esto último conlleva de esfuerzo, sa-crificio y valentía. Pronto se trasladaron a Tor-tajada, pueblo también de la provincia turolense y muy cercano a la capital. A mi abuelo lo destinaron allí.
Sé que de pequeña era traviesa y algo rebelde, que se marchaba a jugar cuando y con quien no debía, y que su imprudencia le llevó en una ocasión a caer en un profundo pozo, algo que le pudo haber costado la vida pero que se quedó sólo en un susto. Uno de esos milagros que salvan vidas (y no me refiero a la suya, sino a la mía).
Ella recuerda con cariño aquellos tiempos de casas con puertas abiertas y gentes con pieles rudas y corazón sincero. Lo hubiese querido para mí.
Mi madre no fue hija única. Compartió parte de su historia con su hermana que, a causa de una meningitis, se vio obligada a abandonar el viaje de-masiado pronto. Aún se llenan sus ojos de tristeza cuando la recuerda.
A veces, me habla de sus trayectos en bicicleta desde el pueblo hasta Teruel, de los sustos que le daban los camioneros con sus bocinazos y de la enorme cuesta que tenía que subir y que siempre le obligaba a echar pie a tierra.
Siempre rememora con orgullo los tiempos de maestro de escuela de mi abuelo, y presume de lo querido que era por sus alumnos y en el pueblo.
En algún momento mis abuelos tuvieron en propiedad un piso en Teruel, frente a la catedral. Pero decidieron venderlo y eso le dolió mucho a mi madre.
Hace unos años estuve allí y, la verdad, me hubiese encantado que ese piso siguiese en la familia.
También visité Tortajada, y pude ver el edificio donde impartía clases mi abuelo y escuchar una misa baturra que me hizo llorar. La casa donde creció mi madre no la supe ubicar.
Pero volvamos a los recuerdos de mi madre y dejemos a un lado los míos.
Aún muy joven marchó a Castellón para enrolarse en la Sección Femenina y adquirir nuevos conocimientos y amistades. Lo hizo a pesar de que sus padres se lo desaconsejaron. Siempre ha sido una mujer inconformista y aventurera. También lo fue mi abuela.
Ambas se negaron a aceptar que mi abuelo fuese a morir de un cáncer que, según los médicos, no tenía cura posible. Movieron cielo y tierra y marcharon con mi debilitado abuelo hacia Madrid donde, tras un largo tiempo, consiguió recuperarse gracias al buen trabajo de los doctores que lo trataron.
Mi madre ama Madrid y tiene razones de sobra para ello. En aquellos meses, en los que mi abuelo mejoraba pero el dinero menguaba, las personas que fueron conociendo les ayudaron y les trataron como a gente de su propia familia.
Años más tarde, cuando a mí me daban por muerto en Valencia a causa de una malformación cardíaca congénita, la historia se repitió.
Mi madre trabajó de costurera, de «nani» en la casa de una importante familia valenciana y, final-mente, de auxiliar de clínica.
En todos los sitios la quisieron y apreciaron su profesionalidad y dedicación.
Cuando nací yo, pidió la excedencia (entonces estaba trabajando en el hospital General Sanjurjo de Valencia, el actual Dr. Peset).
Si soy sincero, no sé cómo mi madre y mi abuela acabaron recalando en mi ciudad de naci-miento. Pero sí que sé que fue viviendo aquí donde mis padres se conocieron, y que se «encontraban» en una cafetería de la calle de Las Barcas.
Si pienso en los peores momentos que ha vivido mi madre, sin duda he de catalogar como uno de los más duros el de mi venida al mundo. No por el hecho en sí, algo que deseaba, sino por la escasa esperanza de vida que los médicos me dieron al nacer a causa de la cardiopatía que os he comentado antes.
Mi madre lloró años y luchó siglos. Creo que algo en ella murió, pero se guardó la tristeza en su interior. Nunca se rindió, y yo salí adelante.
Hubiese dado la vida por mí, y hoy mismo la entregaría si fuese necesario.
Nunca se lo he agradecido. Es más, mi com-portamiento con ella ha sido en muchas ocasiones injusto, algo de lo que me arrepiento profunda-mente. La juventud amargada de un niñato que se desahogaba con quienes más le han querido.
Lo siento, mamá. Te quiero. Mucho más de lo que podré demostrarte.
Gracias.
Y ahí sigues, a tus casi ochenta años, con ese amor abnegado que no entiende de rendiciones y con una fuerza que parece sobrehumana.
Te admiro. Ojalá yo tuviese tu energía.
Espero poder hacer que te sientas orgullosa de mí, aunque sé que siempre presumiste de tu hijo aun a pesar de todos mis fallos.
No olvidaré jamás todo el amor que me has dado, ni tampoco esos versos de aquella canción que me cantabas de pequeño, con los que ahora me despido.
«Corazoncito, corazoncito, / si no me quieres a mí, / corazoncito, corazoncito, / yo me quisiera morir».